No recuerdo quién fue el mensajero. El recuerdo es brumoso. Quizá de principios de los años 60 del siglo XX. Llegó allí cerca de las escuelas -donde estábamos jugando- y nos anunció que ya había un televisor en el pueblo. Fue impactante.
Preguntamos a quien nos había traído la enorme noticia si había podido ver algo.
-Sí, dijo emocionado, ha salido un muñeco y se ha comido una barra de chocolate.
Era un anuncio de chocolates Suchard. Supimos que la gente se agolpaba en la puerta de lo que entonces era el Bar Las Villuercas intentando entrar para atisbar cómo era la tele.
-Como un cine chiquinino-nino, dijo alguien en perfecto extremeño.
Dentro, estaba llenísimo. Los niños sólo podíamos pasar con un hombre adulto. Así que todos empezamos a buscar frenéticamente a nuestro padre respectivo.
En mi memoria quedó la fascinación por dos series estadounidenses de la televisión de aquellos tiempos: Bonanza (que después siguió en color) y Las Aventuras de Rin Tin Tin. Éste era un perro pastor que luchaba contra los malos junto al joven cabo Rusty, un niño. Yo también quería ser el cabo Rusty para tener a Rin Tin Tin cerca. Hace poco he leído un artículo retrospectivo insultando a Rusty («un niñato con chucho»), así que desconozco si debo arrepentirme de mis pecados. En todo caso, confieso que un día -hace más de treinta años- entré clandestinamente con mi colega y amiga Kathryn Hone en el cementerio de animales de Asnières, en las afueras de París, para inclinarme ante la tumba del Rin Tin Tin originario, que combatió junto a los aliados en la Primera Guerra Mundial y que era un perro francés.
En aquella televisión difusa -la de aquella época audiovisual una, grande y libre, primitiva y estricta- no había nada más que unas determinadas horas de emisión. Cuando iban a empezar los programas, había que enchufar el aparato y únicamente podía verse la carta de ajuste. Era como un anticipo de los secretos ignotos actuales de los logaritmos de Google. Un misterio profundo.
De ajuste, ¿de qué?, me preguntaba. No había mando a distancia, ni botoneo (el llamado zapping), ni posibilidad de programar nada. Algunos tenían un palo largo para tocar los botones desde su sillón.
Tiempo después -no estoy seguro tampoco- quizá vimos allí las primeras imágenes de la guerra de Vietnam. Quizá. ¿O las vimos en el No-Do? La memoria es siempre engañosa…Y en blanco y negro, más: se confunde con la noche y con los sueños. El asesinato de John F. Kennedy, por ejemplo, lo hemos visto ya tantas veces que es imposible saber cuando fue la primera vez, ¿donde?
Madrid y Barcelona eran otra cosa, pero en el pueblo durante mucho tiempo pocas familias tuvieron un aparato de televisión que era -además de carísimo- un gran armatoste. Muchos de nuestros paisanos emigrantes traían un televisor de Francia o Alemania cuando venían de vacaciones con su automóvil de segunda mano.
Donde nací, entre los primeros particulares que tuvieron un televisor estaba don Filomeno, el cura. Quienes vivíamos al lado de su casa, podíamos instalarnos allí en ocasiones especiales, en su saloncillo. Allí pude ver una de las cogidas más graves que sufrió El Cordobés. Gran conmoción del personal. Yo tendría entonces nueve o diez años.
En aquellos días y según nos decían, el progreso estaba en marcha. Ya podíamos ver la tele en tres o cuatro bares y en una especie de sesión especial del cine de la entrañable familia Maldonado. Ponían la pequeña pantalla al fondo, pegada a la pantalla del cine. Lo veíamos chico, eso sí, desde las butacas dispuestas para la gran pantalla; pero podíamos verlo. Fantástico.
Ahora, cuando paso junto al viejo cine de mi pueblo -cerrado hace tantos años- no puedo evitar una punzada en la memoria íntima, como un acecho de la nostalgia. Una sombra de paso.
Aunque también me da la risa por el recuerdo de aquel muñeco que comía chocolate como un poseso en una pequeña pantalla en blanco y negro. ¿Cuanto duraba aquel anuncio? Lo ignoro.
Dicen hoy algunos sociólogos, expertos mediáticos y psicólogos que la mayor parte de los humanos hemos perdido la capacidad de retener todo mensaje audiovisual que sobrepase los nueve segundos. Ni siquiera diez. Todo se desliza a velocidad estelar. Mueves el dedo, zas, y ya estás en otro «debate».
De modo que puede que hayamos retenido el recuerdo minimalista de aquel breve dibujo animado que servía para vender chocolate sólo porque era breve.
Acordarnos de la mueca del rostro de Lee Harvey Oswald mientras le tirotea Jack Ruby es más difícil. Fue el 24 de noviembre de 1963. Desde entonces, han pasado demasiadas noticias y demasiados anuncios por delante de nuestra vista. Demasiada televisión, quizá.
Durante las décadas transcurridas desde aquel día, muchos intelectuales han hecho de la televisión su principal bestia negra. Y atacar lo televisivo resulta chic en muchos círculos, también entre no pocos adictos televisuales de barrios pobres. Es una tentación enfermiza e interclasista. Y en ocasiones es la base del discurso y del negocio de otros (fond de commerce), como se dice en francés. A muchos de esos intelectuales les ha ido muy bien así.
Hasta que llegaron las redes sociales, la multiplicación galáctica de los rumores y la espiral de las noticias falsas. Una contrariedad notable. La vieja confusión ha aumentado de tal modo que si uno se refugia en los informativos actuales de televisión comprobamos que el descontrol sigue siendo importante. Pero menor comparado con Facebook o WhatsApp. «Ver un asesinato en televisión puede ayudar a rebajar el nivel de nuestras contrariedades. Y si no las tiene usted, los anuncios le ayudarán a tenerlas». Lo dijo el maestro Alfred Hitchcock.
¿Qué recordaremos de Donald Trump cuando hayan pasado años de su final como presidente de Estados Unidos? Quizá sólo que no se parecía para nada a John Fitzgerald Kennedy y que lo vimos en un mural –o un anuncio, no recuerdo bien- en el que Trump besaba a Vladimir Putin en la boca. Nuestra futura nostalgia será tan onírica y engañosa como nuestra memoria, irreal.