No se discuten sus objetivos mercantiles y políticos: se identifica sin más lo eficaz con el fin de lo público. Siempre hay un paso “imprescindible” para que los demás, la sociedad misma y los ciudadanos interesados, probemos nuestra “ineficacia” enfrentada a su “excelencia” visionaria. Así sucede también con la televisión de servicio público.
En 1989, la red de difusión terrestre de RTVE fue “segregada” sin compensación inmediata, para ser privatizada después como Retevisión. Esa descapitalización brutal, origen del famoso déficit que otros multiplicarían eficazmente durante dos décadas, tuvo una relación directa con el nacimiento de las cadenas privadas. Fue el primer capítulo de las grandes presiones y el asalto a RTVE. Después podríamos ir citando otros ataques, uno tras el siguiente y el siguiente, hasta llegar al ERE, a la Ley General de Comunicación Audiovisual, a la autorización de fusiones de las privadas, precipitada por la crisis, o a la reasignación de frecuencias justificada por el apagón analógico y la implantación definitiva de la TDT. El triángulo intereses privados-presiones políticas-propaganda para desprestigiar los servicios públicos de televisión ha funcionado de manera persistente.
La estúpida afirmación de que “la mejor televisión pública es la que no existe” ha seguido en el aire. Sencillamente, no quieren discutir por qué las sociedades democráticas requieren, necesitan, un servicio público de televisión no comercial, social y cultural, que informe de la manera más neutra posible. Aquí entran las últimas propuestas de jibarización de RTVE, las que apuntan a eliminar el segundo multiplex de TVE.
Lo que ha demostrado el largo recorrido desde 1989, es que esos grupos económico-televisivos no han sido eficaces desde ningún punto de vista. Culpables de despilfarro y mala gestión, exigen la desaparición de las reglas del mercado y después el monopolio publicitario, mantienen un oligopolio sobre las transmisiones deportivas de interés; mientras, siguen pidiendo siempre al Estado que actúe para salvar sus cuentas. Cuando eso no es posible de ningún modo, echan el cierre. Prometen futuros favores políticos bajo la mesa y mueven sus brazos tentaculares, como un gigantesco molino enloquecido, para ocupar todo el espacio. No quieren reglas. No les importa el periodismo de calidad, ni la cultura, ni el deporte minoritario, ni la infancia, ni la rentabilidad social, escasamente el periodismo informativo y analítico.
Estaría loco quien defendiera hoy el retorno a algún tipo de monopolio público del medio, loco de remate; pero se trata de defender la calidad, la información independiente, el sentido común, la cultura, una cierta sensatez ciudadana y un cierto sentido común. La experiencia ya ha demostrado lo que da de sí “la magia” del mercado televisivo. Por eso, defendemos con toda convicción una televisión pública democrática, abierta, que ofrezca rentabilidad social. La televisión pública que concebimos está en las antípodas de la de esos magos que -con sus pretextos y su griterío habitual- únicamente contribuyen a extender el conformismo político y una histeria social muy determinada. Ese panorama es el que da mayor sentido a esta iniciativa en defensa de la televisión pública.