Desde la confesión de mi parcialidad escribo un texto que no busca la equidistancia, creo que no lo hay. O si la hay es un falso juego de equilibrios donde al abuso se le ha pretendido contener con la razón.
A todos nosotros nos une la decisión judicial de haber sufrido un despido improcedente. Una palabra tan anodina tiene poderosas consecuencias sobre la vida de mucha gente. Improcedente es un término jurídicamente claro, poco ambiguo. Se trata de una decisión empresarial no ajustada a derecho, injustificada. Sin embargo, la ley es bastante más ambigua que algunos de sus términos. No es un despido justificado, ni ajustado a derecho, pero se puede cometer en los márgenes de una legalidad sumamente comprensiva con una decisión empresarial arbitraria, sumamente insensible a la indefensión laboral y legal de cientos de trabajadores. Es cuestión de dinero, que además no partirá del patrimonio privado de la empresa o el empresario, sino del presupuesto público. La primera lección de esta sentencia es asumir que la justicia también tiene un precio, y aun quedando definidas la desproporción de los despidos y su mínima justificación, también en términos objetivos, pueden realizarse asumiendo un coste. Periodísticamente nos brinda un titular de múltiples lecturas: la impunidad tiene un precio. No es otra la consecuencia última de la sentencia del Tribunal Supremo, admitir que se puede infringir la ley a cambio de una indemnización mayor.
Aún falta por publicarse el contenido íntegro de la sentencia, así como los votos particulares en desacuerdo con la decisión mayoritaria de la sala. Es de suponer que alguno de esos votos abogaría por la nulidad amparándose igualmente en la sentencia previa del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, que ya consignó la desproporción de los despidos y la ausencia de una justificación adecuada para realizarlos.
Nadie ignora que en esta decisión judicial han influido factores que no son puramente jurídicos. Se trata de la primera vez que el Tribunal Supremo dictamina sobre un despido colectivo en una empresa pública en aplicación de la nueva reforma laboral. Nadie ignora tampoco las presiones políticas a través del presidente González advirtiendo del cierre de la empresa en caso de nulidad, o del lamentable precedente de Canal 9.
Todo ello conduce a 861 familias a una realidad injusta, fabricada entre agravios, abusos y fallos judiciales, sin que la justicia haya reparado el daño mayor ni los causantes del daño hayan sido sancionados, o ni tan siquiera recriminados. Asistimos a una paradoja peligrosa que cuestiona importantes fundamentos de nuestro sistema si aceptamos que quien causa el dolo se ve recompensado con la impunidad mientras a quien padece sus efectos no le asiste mayor derecho que el de una indemnización conforme a la ley.
Ninguna sentencia juzgará nunca los diez años de gestión ineficiente, irresponsable, quizá de dudosa legalidad, pero siempre entregada a intereses políticos, que ha marcado el declive de Telemadrid como medio de comunicación y que ha violentado hasta límites bochornosos su condición de televisión pública, plural y objetiva.
Ninguna sentencia tampoco juzgará nunca el daño irreversible causado a centenares de profesionales crecidos y formados durante años en Telemadrid, ahora condenados a rehacer sus vidas en un mercado inexistente, desbordado por el desempleo y la precariedad.
Y sobre todo nadie juzgará el perjuicio causado a una sociedad, la madrileña, empobrecida y carente de un medio público que vele por el interés general, incapaz de atender la pluralidad y sometido a la versión más reprobable del partidismo informativo.
Ningún tribunal juzgará, en definitiva, el retroceso democrático y en términos de libertad que supone la apropiación sectaria de un medio público de información, su uso mezquino y su declive intencionado.
El Tribunal Supremo tenía la oportunidad de revertir una década de abusos, no con una sentencia ejemplar, sino con una sentencia sensible a la demanda de justicia de 861 personas cuya única aspiración era evidenciar el abuso cometido por los mismos que han exprimido Telemadrid hasta hacerla irreconocible.
Ellos han actuado de forma improcedente y, sin embargo, celebran la sentencia como un triunfo. Lo reconocen públicamente y se reconfortan en privado con el alivio de haber superado la prueba decisiva de su ineficacia. El silencio de 861 personas que no querían dinero sino la restitución de sus derechos es tan elocuente como las arengas insultantes de los políticos de la Comunidad de Madrid. Ese silencio tampoco será juzgado, nunca será improcedente.