Era el año 1917 y tras la revolución de Octubre comenzaba el bloqueo comercial a la recién proclamada república soviética rusa. Es por ello por lo que las películas de celuloide que vendía la factoría Lumière desde Francia dejaron de llegar a aquel país. En consecuencia los cineastas no podrían filmar mientras durase el bloqueo. Ya no disponían del soporte con el que registrar la realidad, las cosas que están pasando y que requieren ser mostradas... sin embargo había que mirar y que pensar, y por este motivo aquellos cineastas tan distintos entre sí como pudieron ser Dziga Vertov, Vsevolod Pudovkin o Sergei Mijailovich Eisenstein, decidieron volver sobre todas las imágenes ya filmadas. Nace así la escuela soviética del montaje que marcará para siempre a la teoría y a la técnica cinematográficas.
Así sabemos que el montaje vuelve significantes las imágenes insignificantes, extrayéndoles el alto poder referencial de su condición de indicios e insertándolas en la compleja estructura que es el discurso. Entonces ya no habrá más imágenes inocentes. Todas están manipuladas y filtradas por la voluntad callada que es la cultura colectiva. Sin embargo, quien vive y bebe del archivo corre un grave peligro: el "mal de archivo", según Jacques Derrida, la paradoja por la que el afán de conservación se opone al miedo al olvido. Surge también otro mal: "el discurso de la melancolía", como lo ha llamado el crítico de cine Carlos Losilla, que al mismo tiempo encumbra un ideal clasicista y se lamenta como las coplas manriqueñas de que "como a nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor". Sin embargo, cuando del cajón de sastre del archivo extraemos una imagen, qué emoción, qué sorpresa... "oh, prodigio de nuestros ojos, pues el cine nos permite ver lo que antes no podíamos ver" (Jean-Luc Godard). Hablaríamos hoy del gran archivo de la televisión, más bien, como ese "tragaluz del infinito sobre el que se inclinan millones de ojos ávidos", como describió Charles Baudelaire a los primeros cinematógrafos.
La historia del cine documental y la teoría del montaje soviético en especial nos enseñan que más allá de la admiración y del exotismo de aquella experiencia un tanto voyeur por la que es posible asomarse a un pasado registrado en el archivo, las imágenes borran su referencia, dejan de ser testimonios fidedignos de algo para constituir re-presentaciones, unidades significantes en el gran texto de la cultura. Y así Naranjito deja de ser la mascota del mundial del 82 para convertirse en el "eikon" que convoca y reúne en torno a sí a toda una generación: la "generación de la EGB". O San Sebastián: un protomártir cristiano del siglo I que desde el ensayo de Salvador Dalí (1928) pasa a convertirse en icono gay. El icono en la cultura visual digital es entonces aquello que reúne en torno a sí a una comunidad de sentido que comparte un valor y una visión de la interacción social, que en una cultura plural es siempre subjetiva e intersubjetiva. Del mismo modo, las imágenes del continuum catódico se reconfiguran, desaparecen durante un tiempo y son rescatadas cada vez en mayor medida por los usuarios que las convocan e invocan.
Por lo tanto la situación de la Rusia de 1917 se ha invertido: no es que no sea posible filmar nuevas imágenes, sino que en la saturación icónica actual, cuando tenemos imágenes de absolutamente todo y todos los días, sólo podemos operar con el archivo pues todo ha sido visto y mostrado incluso en riguroso directo. Entonces se requiere otro tiempo: el tiempo de las interpretaciones, el tiempo del montaje. Y aún hay más: la red de redes ha cambiado la aspectualización de la enunciación. Frente a la "cultura Google" o cultura de la cita ahora se privilegia la enunciación en primera persona. Así Facebook cambió el formato muro por el esquema cronología de la autobiografía en el que el elemento rector es un "yo" mientras que Twitter nos pregunta: ¿qué estás pensando? ¿qué estás haciendo? Entonces acudir al archivo y, como los cineastas rusos, rescatar una imagen, no supone la cita por la cita, sino que tiene que ver con la historia de un sujeto inmerso en un discurso que es experiencia compartida, vida compartida, generando relaciones de montaje a partir de la intersubjetividad. Es por ello por lo que cabe preguntar si el derecho de acceso podría encontrar una nueva vida en el archivo liberado, no solo para crear espectadores, sino para dotar de materiales a los potenciales produsuarios, que como los cineastas rusos, se dediquen a montar cuando ya no hay imágenes que capturar... porque ya han sido capturadas.