POSVERDAD COMO CRISIS. ¿DE QUÉ?
La palabra “posverdad” constituye un discurso en sí misma y, como tal, su significado discurre por unas líneas. Una de ellas fue, desde su origen, que no hay un consenso claro sobre cuál es su referente extralingüístico: “posverdad” no se corresponde a priori con una posición epistemológica identificable o sustantiva que nos permita delimitarla o ubicar su novedad, o si la hay. Este ‘rasgo’ de la posverdad lo es en realidad de la discusión que genera, que contiene precisamente la pregunta sobre si el término describe un fenómeno social nuevo, externo al lenguaje humano; o si más bien pretende, con nombrarla, crear una categoría pseudo-ontológica distinta a “la mentira de toda la vida”, pero sin distinciones identificables a priori.
Así, las primeras definiciones del neologismo en diccionarios describieron ya una circunstancia sin novedad aparente; en principio, la distorsión intencionada de una verdad o la apelación a las emociones son una parte esencial de cualquier dispositivo retórico en cualquier sociedad, actual y del pasado. Esta aporía obliga a preguntarse, en primer lugar, qué caracteriza en la práctica la crisis que enuncia o anuncia esta palabra (¿es una constatación nostálgica o más bien una premonición?) respecto al estado actual de la verdad. Pero más allá de esta duda fundamental y de la discordia inicial sobre su significado, es oportuno entender cómo se materializa el problema y cuál es el alcance de sus efectos como hecho social en nuestras vidas.
En 2016, el vocablo inauguró un debate sobre la vigencia de la verdad como principio normativo, cuando encabezó la lista de palabras del año que elabora el Diccionario Oxford y apareció asociado a dos campañas de naturaleza mediática: el personaje de Donald Trump y el brexit. Desde entonces, nombrar el problema que persiste de desinformación y desafección hacia la verdad ha contribuido a hacer más visible la amenaza que representa, a convertirla en una realidad consciente, una preocupación compartida. No cabe duda de que esta preocupación proviene del carácter disruptivo de la posverdad contra el consenso establecido, una actitud anti-establishment de ruptura, que cuestiona la idiosincrasia política de la verdad como pacto social.
Por este motivo, es importante estudiar las causas que hay detrás de la pérdida de credibilidad social y del aumento de la indiferencia y la desconfianza, siendo estos elementos culturales una parte integral del régimen de principios democrático. Este artículo tratará de comprender qué caracteriza la crisis que conceptualiza esta palabra, su origen mediático y qué significa el debate que implica, aún activo.
- POSVERDAD COMO META-DISCURSO: ECOS Y REIVINDICACIONES
- Con la descripción nominal de un supuesto estado posterior a la verdad, el término “posverdad” define algo en negativo. Llevado al extremo, la expresión “era de la posverdad” asume un cambio de régimen normativo, explicado únicamente en términos de otro que le precedió. Ramón Imaz (2018) identifica “dos presupuestos diagnósticos” erróneos en lo que él reconoce como un “debate en torno a la posverdad” (p. 788) que pivota sobre una serie de contraposiciones conceptuales.
1.1. “LA VERDAD DE LOS HECHOS”
En primer lugar, vemos que este debate contrapone verdad factual (la referida a hechos) a posverdad (como falseamiento o distorsión de hechos). En ambos casos, no estaríamos (o no) ante “los hechos”; sino que estaríamos ante una narración verdadera, falsa o falseada sobre hechos, esto es, ante una historia. Ante una historia como lectores y, cabe añadir, como consumidores de medios. Esta perspectiva es útil para subrayar la distancia que caracteriza nuestra experiencia remota sobre los acontecimientos del mundo: son los medios de comunicación quienes elaboran una verdad mediada o directamente mediática que relata lo que sucede, de lo que se deriva lógicamente que “verdad” no equivale a “hechos”. Aquí se identifica, por tanto, una visión factual de la verdad implícita en el concepto de posverdad, lo cual evidencia a su vez el carácter mediático de sus planteamientos fundamentales. Quizá esto sea así porque precisamente es la verdad factual, la narración sobre hechos ocurridos y, por tanto, ‘verdaderos’ (entendemos: “esto que leo, veo, escucho ha sucedido de verdad”), la noción más presente en nuestra vida cotidiana.
Siguiendo este razonamiento, si tomamos como premisa el reconocimiento de la narratividad en la verdad mediática, identificada al cuestionar la asunción verdad=verdad factual presente en el discurso sobre posverdad, es posible empezar a hablar de “hechos discursivos” (Carrera, 2018, p. 1473). Estos hechos que se nos trasladan y se nos comunican no son hechos trasladados y comunicados mediante narraciones, sino que son eso: narraciones en sí mimos; son extractos de mediación insertos en un relato que se presenta en una publicación, en un formato y tras un proceso inevitable de manipulación en sentido estricto. Sin ir más lejos, el carácter constructivo, creativo, del periodismo implica la descontextualización de un acontecimiento, extraído de la realidad, para volver a contextualizarlo en los diferentes formatos en que se presenta una información publicada. A lo largo de este proceso, el producto informativo se manipula: es seleccionado en su origen para transformarse en noticia siguiendo unos criterios de noticiabilidad y, a continuación, se confecciona siguiendo unas limitaciones, unas normas de estilo y una línea editorial. Por tanto, la verdad de estos hechos narrados se demuestra con un conjunto de consensos normativos que forman lo que entendemos por objetividad o tratamiento objetivo de los hechos y que funcionan como garantías formales de veracidad.
Así, al asumir el supuesto verdad = factual verdad, la propia palabra “posverdad” estaría elevando estos hechos discursivos a la categoría de “verdad” y, de esta manera, reivindicaría implícitamente la existencia de los hechos objetivos por oposición a sí misma. Para hacer esta reivindicación, el término apelaría directamente a la materia prima con la que se elaboran esos hechos objetivos que no son hechos, sino grabaciones, fotografías, vídeos, etc., de declaraciones, acontecimientos, etc., que esta concepción presupone como evidencias documentales, negando así las implicaciones de su artificio. Con esta negación, el concepto “posverdad” replica una mirada que no cuestiona la intencionalidad que hay tras aquello que se selecciona, aquello que se filtra o aquello que se edita porque omite la siguiente pregunta: ¿cuál es el estatuto probatorio de estos, en definitiva, fragmentos de texto? Esto es a lo que Carrera se refiere como “naturalización de ciertas formas de discurso calificadas de verdaderas frente a formas de discurso falsas” (p. 1470)
De este modo, la efectividad política de este mismo planteamiento que presenta el término “posverdad” se observa también en la reivindicación tácita que hace del estatus del sistema de comunicación previo a la irrupción de las redes sociales, que reclama su autoría sobre el relato verídico. “Posverdad” proclamaría una vuelta al orden tradicional, asimilado con lo natural o, al menos, con un estadio anterior a la perversión de la verdad en el entorno de internet, reducido al caos, la cacofonía, la polarización y el relativismo, de alguna manera consecuencia de la proliferación descontrolada de puntos de vista.
Abriendo un breve paréntesis en relación a esto último, es innegable que parte del ideal de pluralidad que acompañó al espíritu democrático de internet en sus inicios se ha pervertido hacia una polémica volátil y viciada de confrontación como resultado de la falta de controles, estructuras organizativas y de la sensación de impunidad que da un seudónimo o el anonimato. Sin embargo:
Aunque parecen multitud las voces que se manifiestan en Internet, los que tienen capacidad de generar material susceptible de ser viralizado o visto masivamente son muy pocos, y no tan diferentes de los tradicionales que operaban ya en el sistema de medios precedente. Que Trump lance sus proclamas en Twitter, no quiere decir que prescinda de los medios tradicionales en modo alguno. Más bien son dichos medios los que hacen que lo que se dice en Twitter se vuelva susceptible de generar opinión pública. En Internet son muchos los que se hacen eco y viralizan, pero escasos los que tienen capacidad de emisión efectiva (Carrera, 2018, p. 1474).
Como la autora, entendemos que la lógica viral de internet no dista tanto de la de los medios tradicionales en términos de influencia continuada y agenda, a pesar de las diferencias estructurales. Ambos espacios son interdependientes en la difusión del mensaje, sobre todo teniendo en cuenta el consumo de redes sociales como Twitter que pueda hacer el público generalista en su consumo diario medios: el alcance político del tuit lo determinará probablemente su impacto recogido en la prensa y, sobre todo, en la televisión. Por lo tanto, el efecto de un discurso dependerá en gran medida de la posición de quien lo emite. Lo que indudablemente sí distingue a los medios de comunicación asociados al periodismo, en prensa, radio y televisión, es la presencia integrada de filtros y rutinas de trabajo de las que el entorno no regulado de las redes sociales e internet carece de momento. No obstante, también conviene subrayar que el rigor, la imparcialidad y la calidad informativa no son atributos por antonomasia del sistema de comunicación tradicional.
1.2. UNA VERDAD RACIONAL
Si continuamos con otra de las afirmaciones que hace el discurso predominante sobre posverdad y la analizamos, vemos que asimismo contrapone verdad emotiva a verdad racional. “Posverdad” reclamaría así la existencia de una verdad racional y sin emoción o interés alguno de por medio. Esta verdad aséptica, neutra, es asimilada a la factual de nuevo, al no posicionamiento. Esto conlleva una afirmación: la existencia de espacios de transparencia discursiva o ‘reductos’ por los que se transmitiría una supuesta verdad pura, que circularía por unos canales libres de toda intencionalidad, lo cual hace implícitamente esta misma presunción sobre un emisor o fuente de procedencia.
De nuevo, estaríamos ante una forma de naturalización o legitimación de cierta lógica de poder de índole mediática, como señalaba Carrera, de manera que aquello que afirman “los hechos” que consumimos no representaría una posición inclinada hacia el terreno de lo subjetivo, la opinión o un interés particular. Se trataría, al contrario, de una verdad no enturbiada, comunicada con la mente fría y sin distracciones o divagaciones de la imaginación; en definitiva, sin apenas aportación o interferencia humana. Siendo esta afirmación falaz (al menos, tal y como defendemos que aparece planteada en el vocablo “posverdad”), queda desmentida a su vez la equivalencia posverdad = mentira emocional, ya que también los denominados “hechos” y las verdades factuales pueden contener una manipulación emocional.
Así, a partir de estas reivindicaciones que hace la posverdad es posible identificar un carácter reaccionario en el concepto en cuanto a su reivindicación maniquea de los medios tradicionales como instituciones garantes de la verdad, sin cuestionar, y esta es la crítica, el cruce de intereses que existe tras toda publicación, especialmente de naturaleza política y con capacidad de difusión.
Un ejemplo interesante, por apoyarse únicamente en un dato rotundo, sobre uso emocional del lenguaje político es la cantidad de dinero que el Reino Unido supuestamente enviaba cada semana a la Unión Europea: los 350 millones de libras. Esta cifra, insertada en un relato ideológico, pretendía promover la idea de que el país británico aportaba más de lo que recibía del continente y, por tanto, el primero salía perjudicado económicamente por el hecho de pertenecer al segundo. Lo que ocurre al extraer una afirmación como esta de un contexto ideológico (como es un discurso político durante la campaña pro-brexit) para introducirla en otro informativo (el periodismo) es que se hace necesario un proceso de reinterpretación del argumento, entendiéndolo como una materia prima y acudiendo a la fuente original para contrastarlo.
El discurso de los 350 millones lo protagonizó Boris Johnson, líder del Partido Conservador y primer ministro británico desde julio de 2019, tras las primarias que sucedieron a la dimisión de Theresa May como consecuencia del tercer rechazo en la Cámara de los Comunes a su acuerdo de salida negociado con la Unión Europea. Johnson, una de las caras más visibles entre los partidarios de un brexit duro durante la campaña Vote Leave (del inglés, “Vota Salir”), realizó entonces una gira por el país con el llamado battle bus (“autobús de la batalla”), en cuya superficie se podía leer la siguiente consigna: “Deberíamos gastar eso [los 350 millones] en el Servicio Nacional de Salud [NHS]”. A sabiendas de que la sostenibilidad del servicio sanitario es una prioridad máxima para muchos votantes británicos, Johnson repitió este lema hasta la saciedad, a pesar de que esos 350 millones son una cifra que podría calificarse de engañosa, puesto que la Unión Europea devuelve una parte importante en forma de subsidios, pagos y devoluciones, como el propio Johnson acabó admitiendo.
Por tanto, este mismo dato podría haber sido objetivo en otro contexto determinado, por ejemplo, uno en el que se explique su procedencia y se desglosen las distintas formas de pago por parte de la Unión Europea, especificando la cuantía final exacta que le correspondería al Reino Unido como miembro contribuyente. Sin embargo, los 350 millones funcionaron como un hecho discursivo y se difundieron como un alternative fact (del inglés, “hecho alternativo”) , tanto en redes sociales como en televisión y prensa escrita, con la correspondiente influencia que esta convicción pudiera tener en el voto individual del inminente referéndum de autodeterminación en aquel momento.
De nuevo, se trata de la capacidad de fijar agenda mediática por parte de determinados agentes sociales o personalidades públicas: si un dato o afirmación, sea falso o no, logra una presencia suficiente como para situarse como una referencia común en sociedad, las distintas partes se verán obligadas a posicionarse sobre ello; en especial, los partidos políticos a menudo presionados por los medios, que tienden a adoptar también su postura en el debate. Esto es a lo que George Orwell llamó en 1941 “control positivo del pensamiento” (p. 64) en referencia al proceso por cual la atención pública se dirige hacia las realidades que aparecen representadas en los medios, de manera que:
aquellos hechos que se perciben como susceptibles de formar parte de la realidad, es decir, los que están en el relato, son los que podrán ser tomados por ciertos y sobre los que se emitirán juicios de valor posteriores. Del mismo modo, las visiones sobre la realidad que no cuentan con la misma difusión se percibirán como aisladas o marginales, de poca relevancia, por no participar de ese retrato de la realidad. Así, se puede interpretar que no son lo suficientemente importantes como para aparecer en los medios, pero funciona también a la inversa: no llegan a ser importantes porque nunca aparecen representadas (Pérez, 2018, p. 54).
Un ejemplo claro del alcance de este proceso fue el desgaste del Partido Laborista encabezado por Jeremy Corbyn como líder de la oposición, acusado de no ubicar con claridad su propuesta frente al eje salida-permanencia del Reino Unido en la Unión, que organizó una dicotomía a nivel nacional que marcó la actualidad durante años. Durante este tiempo, se fue armando lo que podríamos denominar una meta-representación de la realidad discutida, resultando una situación en que las opiniones que se emiten sobre los hechos discursivos acaban reformulando e incluso sustituyendo u olvidando la primera referencia de realidad. Este tipo de procesos, esencialmente mediáticos y de cierta naturaleza paralela a la realidad política, son además cada vez más intensos y habituales en el discurso de actualidad, en el que se insertan posiciones y versiones de las distintas partes interesadas en transformar las polémicas y problemáticas a su favor.
Para terminar con este ejemplo del brexit, es muy ilustrativo lo que escribió en una ocasión Dominic Cummings, arquitecto de la campaña Vote Leave, en su artículo How the Brexit referendum was won para la revista británica The Spectator:
Alguna vez dijimos ‘enviamos a la Unión Europea 350 millones de libras’ para incitar a la discusión entre la gente. Funcionó mucho mejor de lo que creía. […] ¿Habríamos ganado sin [el argumento de] la inmigración? No. ¿Habríamos ganado sin los 350 millones y el NHS? Toda nuestra investigación y los resultados tan cercanos sugieren enérgicamente que no. ¿Habríamos ganado invirtiendo nuestro tiempo en hablar de comercio y mercado único? Jamás (Cummings, 2017, epígrafe ‘Vote Leave exploited these forces’, p.2).
2. EL OMNI-ESPECTADOR DE ‘HECHOS’
Hasta ahora, hemos hablado de verdad como hecho discursivo y de la consciencia de no ser espectadores de hechos, asimilados a realidad y a verdad, sino de ser consumidores de relatos, lectores. En este punto, nos preguntamos cómo se desarrolla el proceso por el cual el fenómeno de la posverdad produce o reproduce en el individuo un cambio de actitud por el que acepta un relato falso.
Al igual que reconocer la narratividad presente en la verdad factual hegemónica nos ha permitido entender que estamos ante hechos discursivos y tomar distancia crítica, manteniendo esta perspectiva, también podemos inducir lo siguiente: el núcleo de la posverdad y su novedad, como hecho social que defendemos que es, tendría menos que ver con la falsificación de hechos acontecidos [en el plano del relato] (que siempre hubo), y más efectivamente con un cambio de actitud: en concreto, con la producción (masiva) de relatos falsos o falseados y su aprobación a sabiendas e independientemente de que sean fácticamente posibles. De nuevo, hablamos en todo momento de producción y aprobación de relatos, es decir, de la existencia de un emisor/fuente y un receptor, al que correspondería posteriormente juzgar un mensaje.
Este enfoque narrativo no pretende abordar la verdad exclusivamente como contenido verdadero. Decir que la verdad, tal y como la conocemos hoy, consiste en mera narración reduciría la cuestión de la verdad siempre a una expresión referencial, su dimensión más explícita, frecuente o comprensible quizá (y su estudio, a un análisis de discurso, centrado en la relación que se establece entre un mensaje y los referentes externos del mismo). Lo que se pretende, más bien, es adoptar una perspectiva analítica del problema que permita entender que los medios son canales de comunicación de acontecimientos, y que es el resultado de esa mediación, esa interferencia, esa manipulación textual, aquello con lo que interactuamos para conocer los asuntos y problemas de relevancia en nuestro entorno y a los que no podemos acceder por experiencia directa; a partir de aquí, centrar el análisis en el tratamiento de los hechos que hacen los medios por los que conocemos esta verdad predominantemente factual que ha ido ganando terreno en nuestra experiencia para entender si esta visión mediada de lo que puede ser considerado cierto estaría condicionando o no nuestra relación con la verdad como valor, nuestra percepción de su utilidad y, por lo tanto, nuestra actitud hacia ella.
Así, de la hegemonía de la verdad factual en las democracias hipermediatizadas se desprende una visión que se traduce también al plano de la mirada individual: la mirada del individuo inmerso en las interacciones propias de la comunidad a la que pertenece, esto es, que se comunica con su entorno a través de los canales disponibles en su contexto histórico. Profundizando en el rol del individuo en el problema estudiado, es el hecho de hablar de verdad mediada o mediática, de nuevo, lo que conlleva hablar de lo que denominaremos un “omni-espectador”: un individuo de alguna manera convertido, expuesto a la notificación constante, en cuya vida el consumo de contenidos e información representa una parte exponencialmente creciente y a ritmo muy acelerado de su experiencia cotidiana, en términos de atención y tiempo dedicado en los últimos años. Podría decirse que, a lo largo de este periodo aún tan breve de la historia reciente, la dimensión ciudadana del individuo, insistiendo en el punto de vista político-mediático, se ha visto menguada por una creciente dimensión esencialmente consumista en relación con el consumo de información.
Este proceso de mercantilización de la experiencia sucede no solo específicamente en este ecosistema comunicativo en el que la verdad es tratada y consumida narrativamente como relato-producto, sino que se trata de un giro cultural que encuentra sus raíces en un nuevo modelo económico y sus correspondientes formas de vida. A nivel genérico, el individuo es hoy, en su interacción social, más consumidor a efectos prácticos, también de medios, o al menos este es el punto de vista desde el que es tratado cada vez más habitualmente en sociedad.
A modo de comentario final, es quizá por nuestro comportamiento como consumidores, acostumbrados a poder elegir casi todo con frecuencia, incluidas las narraciones sobre hechos (¿incluido lo que es cierto?), que se ha ido configurando de fondo una visión comercial o personalizada de la verdad.
2.1. POSVERDAD EN EL PLANO INDIVIDUAL: LA CLAUDICACIÓN DEL LECTOR
Aceptando, pues, que existe una visión factual de la verdad y que esta implica una relación mediática del individuo con la verdad, el cambio en la mirada hacia la verdad que habría experimentado el individuo tendría, a su vez, un efecto masaje, en el sentido que lo usó McLuhan (1967), que moldearía su actitud. No hablamos, claro, de una reacción ni efecto uniformes. Sin embargo, a continuación trataremos de describir qué sucede en los casos en que la posverdad funciona en el plano individual.
En psicología social, el término “reactancia” —acuñado por Jack Brehm en 1966— se refiere a la reacción que experimentamos los humanos cuando vemos amenazada nuestra libertad de elección: nos rebelamos. El objetivo de esta respuesta emocional es restaurar una libertad que se considera en peligro cuando una persona siente que se le presiona excesivamente para que adopte un punto de vista o realice algún acto. El resultado es que incrementa nuestra resistencia a la persuasión. La reactancia, aplicada al ámbito que nos ocupa, aparecería en el momento en que los mensajes, tanto informativos como opinativos, se mezclan y equiparan al mismo nivel en el espacio mediático al competir por convencernos de qué es cierto. Políticos, tertulianos, periodistas o influencers, en televisión, prensa, videos virales, noticias digitales o cualquier post en redes sociales, llenan este espacio transmedia que aglutina todos los focos de relato a los que estamos expuestos como público. Como es evidente, la lectura, distinción e interpretación de los diversos tipos de mensaje o discurso dependerá inevitablemente de factores que conforman la circunstancia de cada individuo, como, por ejemplo, su nivel de estudios, su formación, su cultura u otras habilidades.
Así, en un estado de “paralización frenética” (Pöppel, 1993) ante todos esos focos desestructurados de relato, la reactancia aparecería combinada con un proceso de disonancia cognitiva cuando nos enfrentásemos a dos o muchos pensamientos o ideas imposibles de sostener a la vez, incompatibles y que entran en conflicto entre sí (esto es: si uno de ellos es verdad, no podemos afirmar el otro), o a un comportamiento que entra en conflicto con nuestras creencias. Dada esta situación, ¿cómo actuaríamos para resolver el conflicto?
La explicación que aquí se propone es que la imposibilidad de contrastarlo todo ante un exceso de información desbordaría la cognición individual y acercaría la actitud del omni-espectador al “no es posible conocer la verdad” de Gorgias, conducta con la que entraría en juego el filtro de la subjetividad que responde a creencias previas: “Ya que conocer y contrastar de forma autónoma qué es verdad y qué no tiene un coste alto, de esfuerzo y tiempo, dado el flujo de información al que estamos constantemente sometidos, se recurre al terreno controlado y conocido de la subjetividad donde, al menos, es posible decidir qué creo y qué no”. Este proceso cognitivo, dramatizado para explicitar la lógica subyacente, no es un razonamiento consciente, sino que se produciría como una forma de protección instintiva de la identidad inscrita en el acto de elegir qué creemos y qué no ante una incertidumbre exorbitada.
Por su parte, la neurología ha demostrado la función de la dopamina en la cognición y el procesamiento de información en los lóbulos frontales del cerebro, donde se ubica el Área de Broca, responsable de la producción lingüística. Este neurotransmisor participa en la motivación o el deseo de experiencias de placer y de los estímulos neutrales que se puedan asociar a ellas. De esta forma, ante una recompensa inesperada, como puede ser una notificación en el móvil o la gratificación de ver reafirmado un sesgo ideológico por una fake news, esta sustancia se liberaría actuando como una señal instructiva a las zonas del cerebro responsables de adquirir el nuevo comportamiento beneficioso y satisfactorio (reaccionar a la notificación, comprobar su contenido). Según este sistema de recompensa, el nivel de deseo del estímulo influye en procesos emocionales, la resolución de problemas y la toma de decisiones. Este aprendizaje interioriza hábitos inconscientes mediante el refuerzo positivo asociado a la expectativa de placer, esto es, mediante la repetición de una acción determinada que conduce a maximizar la posibilidad de recompensa.
Un ejemplo ilustrativo de cómo se relaciona la psicología humana con el consumo de contenidos en internet es el growth hacking: equipos de expertos en marketing viral, desarrollo web e ingeniería informática programan la experiencia de usuario en base a técnicas de crecimiento acelerado cuyo objetivo es adquirir el mayor número de usuarios o clientes al coste más bajo y en el plazo más corto posible. Para ello, se diseña una estrategia digital con funciones pensadas para apelar a la más parte emocional, irracional, impulsiva, irreflexiva y compulsiva del individuo consumidor, en este caso, de redes y aplicaciones móviles (a través de las cuales, cabe añadir, el usuario conocerá prácticamente cualquier otro producto, de ahí el valor que genera para las empresas que buscan posicionarse en internet). El marketing, como ciencia del consumo, de la comercialización de todo bien susceptible de convertirse en producto, explota ese rasgo psicológico de nuestra naturaleza humana más vulnerable, común a todos nosotros, asegurándose así una eficacia en términos cuantitativos.
En este nuevo mercado, el auto-funcionamiento desestructurado de las plataformas digitales, frecuentemente descrito como un ecosistema, organiza toda una nueva lógica de creación y difusión de mensajes por vías antes inexistentes. Los formatos gráficos de cada red social preconfiguran el contenido en circulación en base a unas normas internas principalmente dirigidas a la visualización en el tiempo y el espacio: extensión de texto, tamaño de imagen o imágenes, duración de video o la posibilidad de filtros, emoticonos, GIF o stikers prediseñados son elementos multimedia pensados desde la disposición estética del post y el atractivo de su lectura. Mediante pruebas tipo A/B y multivariable, los sitios web y aplicaciones móviles estudian cómo optimizar la experiencia de usuario para aplicar los resultados al diseño de la arquitectura de la información, de manera que sea clara, práctica e intuitiva. Esto sirve también para potenciar aspectos como la usabilidad y la accesibilidad. Como consecuencia, por ejemplo, cada mensaje que se publica en Twitter, canal de difusión de declaraciones políticas a nivel mundial por excelencia, aparece en sí optimizado para su consumo fácil y rápido.
En esta misma línea, ponemos el ejemplo del bulo. El bulo no necesariamente es un mensaje que contenga un discurso con una estructura retórica intencional tal y como la conocíamos hasta ahora, sino que su lenguaje aparece, como venimos explicando, adaptado a los recursos que ofrecen los nuevos formatos digitales. La siguiente imagen muestra un bulo que utiliza el periodismo como formato visual de credibilidad, reproduciendo los mismos elementos que convencionalmente se identifican con la noticia (titular, subtítulo, imagen, fecha de publicación, secciones, etc.).
Si bien las limitaciones formales de la información en el tiempo y el espacio no son en modo alguno exclusivas de la comunicación en internet, parece claro que la narrativa transmedia tiende a restringir progresivamente la complejidad de los temas y a acelerar su ritmo de producción. Así, los nuevos formatos se expresan en un lenguaje adaptado a las reglas de un entorno hipertextual cambiante, saturado de referencias efímeras y lectura instantánea. En este contexto de interpretación, la facilidad de consumo se convierte en un factor competitivo clave para la creación de contenidos. Pero ¿cómo se relaciona todo esto con el funcionamiento de la posverdad?
El significado-efecto coyuntural del bulo le confiere una dimensión ideológico-política en el sistema de comunicación en que se inscribe, dado que activa en él una lógica automática de difusión muy ligada a su funcionamiento orgánico: la noticia falseada que es introducida intencionadamente en el entorno digital, siguiendo una estrategia dirigida a un target, es automáticamente dotada de discursividad, ya que, desde ese momento, los efectos de su significado, siempre impredecible (dependiente del individuo receptor), quedan delegados en el propio sistema de comunicación. Así, el mecanismo mediático del bulo seguiría una especie de “retórica transmedia” al penetrar en el ecosistema hipertextual de medios, pudiendo saltar de un canal a otro y significándose o no como cierto a lo largo de su recorrido en función de su contexto de recepción y su lectura individualizada. Esta dinámica de significación aleatoria, presente en el ADN de las fake news, responde a una lógica pragmalingüística, al depender de un contexto comunicativo para desarrollar su efectividad: convencer al usuario de su veracidad.
2.2. POSVERDAD EN EL PLANO COLECTIVO: UN CAMBIO DE MODELO COGNITIVO
Ya que los hechos no contienen verdad dentro, “lo verdadero o no” seguiría siendo una propiedad exclusiva del juicio humano, solo que ahora lo sería en un contexto histórico en el que lo que se habría producido es principalmente una evolución muy acelerada de los formatos de consumo. Esta novedad consiste en un cambio radical en el cómo percibimos la información referida a lo que es cierto, cuestión que conecta íntimamente esta “revolución comunicacional”, como la denomina I. Ramonet, con el tema que nos ocupa. Las exigencias del nuevo ‘modelo cognitivo’ que trae consigo internet avanzan a una velocidad mucho mayor que la adaptación humana en términos de capacidad para asimilar la información generada. Sabemos que las regiones del cerebro que se ocupan de la cognición y el lenguaje se han agrandado enormemente durante la evolución, relativamente rápida y constante, desde los primeros homínidos hasta el Homo sapiens sapiens. Sin embargo, el órgano apenas ha experimentado ningún cambio fisionómico en millones de años.
En relación con esta circunstancia, el docudrama de Netflix El dilema de las redes describe una transformación histórica que deja atrás un panorama tecnológico “basado en la herramienta”, cuya característica principal consiste en que espera a ser usada, y da paso a un nuevo “entorno de tecnología basada en la adicción, la manipulación” y la constante demanda de interacción, según advierte Tristan Harris, quien ofrece su testimonio en la película como ex trabajador de Google para el diseño ético de la empresa. En su opinión, se trata de un “modelo de negocio basado en la extracción de atención y tiempo” dedicados al consumo de contenidos por parte de los usuarios, a cambio de billones de datos personales que posteriormente se venden a los clientes que financien las plataformas gratuitas que utilizan dichos usuarios.
Así, las compañías anunciantes adquieren distintos servicios y productos, como los algoritmos diseñados en base a una definición de éxito para la empresa (ampliar usuarios, ganar visibilidad, efectividad del anuncio, conversión del impacto en el usuario que decide comprar, etc.), de modo que “el cambio gradual, sutil e imperceptible del comportamiento [del usuario] es el único producto posible”, en palabras del informático y escritor Jaron Lanier para este mismo documental.
Por último, ambos especialistas apuntan a la desinformación como la gasolina de este modelo que describen, criticando que su mayor atractivo para el usuario conlleva que sus posibilidades de ser compartida y generar tráfico se multipliquen frente a las de la información veraz.
Esta revolución en los sistemas de medios y modalidades de acceso a la información es un hito histórico que tiene su efecto, como no puede ser de otro modo, en la cultura política. Los autores Lipset y Rokkan (1967) describieron una serie de puntos de inflexión a los que todos los sistemas políticos occidentales se han enfrentado algún momento de su historia y, en función de cómo cada país los ha resuelto, se ha configurado su cultura política. Por ejemplo, los partidos políticos modernos surgen a partir de cuatro coyunturas críticas que los autores denominan “clivajes” (del inglés, cleavage: escisión, división) que vinieron marcadas por las dos grandes revoluciones política y económica de la historia: los conflictos centro-periferia y estado-Iglesia, que aparecieron a raíz de la Revolución Francesa y el nacimiento del Estado Nación; y los conflictos urbano-rural y capital-trabajo, como consecuencia de la Revolución Industrial. Estas cuatro crisis se corresponderían con los conflictos básicos de la civilización occidental que habrían determinado, siguiendo con el ejemplo, el surgimiento de los partidos europeos y su contenido político. Esto es así porque estos acontecimientos se constituyen como los ejes sobre los que estos partidos articularon su posición y programa, como propuesta de solución dentro del espectro ideológico, con el consecuente impacto institucional y cultural.
Lo que aquí se propone, en conclusión, es que la “revolución comunicacional”, tal y como la concibió Ramonet, representaría hoy un nuevo “clivaje” desde el punto de vista histórico, que estaría trastocando el comportamiento, no solo individual sino también institucional, al configurar una nueva visión de la verdad (entre otras consecuencias sociales y económicas) que se integraría en la cultura política del mundo actual a todos los niveles y en diversos ámbitos:
El fenómeno posverdad es complejo porque tiene multitud de aspectos, presencia en muchos tipos de saber, y con todo ello llega a constituir un modo de estar en el mundo y de entender las relaciones sociales tanto en su aspecto personal como en su aspecto público. Posverdad representa un mundo en que mentir está permitido si con ello se consigue algún objetivo. Esta diversidad es muy difícil de capturar en un esquema único (Nicolás, 2019, p.310).
De este modo, derivada de la emergente relación de las personas con el modelo contemporáneo de acceso a la información sobre lo que sucede en el mundo, se habría producido una modificación en nuestra experiencia y mirada individual y colectiva hacia la verdad como norma universal. Aparece así, en última instancia, la actitud posverdadera como una de las consecuencias de una crisis que afecta al sistema de medios y canales de comunicación tradicionales y a la autoridad-credibilidad de la verdad factual.
3. CONCLUSIONES
Tal y como Joseph Goebbels, al mando del Ministerio de Ilustración Pública y Propaganda del III Reich, manifestó en su discurso pronunciado en el Congreso de Núremberg de 1927, “cuanto más se extiende una idea y alcanza todas las áreas de la vida, más se convierte en una visión del mundo”. Siguiendo esta máxima, el ministro nazi fue el primero en incorporar el mismo mensaje político a todos los medios de comunicación, controlados directamente desde dicha institución. La verdad sin fisuras del nazismo, impuesta desde una sola fuente de procedencia de toda información en circulación, contrasta con la pluralidad de medios y opiniones característica hoy de las democracias occidentales.
La ausencia misma de una verdad unánime o consensuada, que no absoluta, es una consecuencia natural de la fragmentación formal de la información en estado online y 24/365, que genera ese “caldo de cultivo” que promueve la proliferación de puntos de vista desde los que se comparten también falsedades de distinto grado, conjeturas, reconstrucciones mediante relaciones causales injustificadas con distintos propósitos y, en el extremo más enajenado, teorías de la conspiración.
Cuando unos sucesos se desencadenan a una velocidad vertiginosa y las emociones se inflaman, se produce una repentina anulación de cualquier perspectiva fidedigna de la realidad. En la era digital, el vacío de un conocimiento firme al instante se colma de rumores, fantasías y conjeturas, algunos de los cuales se retuercen y exageran con celeridad para adaptarse al relato que cada cual prefiera (Davies, 2019, p.13).
Ante una proliferación de versiones competidoras sobre acontecimientos idénticos, el rol del marketing en la vida pública juega un papel fundamental en el proceso intersubjetivo de configuración del valor comunitario de la verdad. Así, el peso de la verdad relativa en la vivencia remota individual y colectiva de las sociedades hipermediatizadas es un elemento clave para entender de fondo la naturaleza del problema de desconfianza y desinformación que plantea la posverdad.
Entendiendo estos procesos interconectados de desafección desde la cultura política, la relación tecnológicamente establecida entre la ciudadanía y los sistemas de acceso a la información sobre lo que está sucediendo se ha visto sustancialmente alterada en la última década por una presencia sin precedentes de los medios de comunicación en la esfera pública y privada. Sin duda, la revolución comunicacional de internet y la posibilidad de conectividad total han transformado los espacios de diálogo y convergencia cognitiva a nivel social, así como sus tiempos, reestructurando a su vez las modalidades de consumo de hechos [en realidad, “hechos discursivos” (Carrera, 2018)]. Como parte del cambio de perspectiva que esto supone, que afecta a la experiencia humana radical y al juicio subjetivo, los canales y formatos de consumo por los que circula hoy el entendimiento colectivo son más individualizados que nunca.
Parece evidente que, del mismo modo que es vital distinguir entre consenso y visión totalitaria, conviene no confundir la relativización de la verdad que resulta de este entorno con la diversidad de puntos de vista. Por tanto, ante la pregunta sobre si es la pluralidad desregulada del sistema de medios el germen de la visión relativa sobre la verdad a la que asistimos hoy, es evidente que la oferta masificada de fuentes de información guarda una relación directa con el hecho de una opinión pública menos uniforme. La fragmentación de una verdad, antes homogénea en su representación social, es la norma en el sistema de medios actual. Esta modificación en la forma de experimentar la verdad y relacionarnos con ella promueve la aparición de una emergente visión comercial de la misma, que la entiende como un producto personalizado a elegir como consumidores de relatos vinculados a creencias.
“Posverdad” enuncia un supuesto ‘fin de la verdad’ para dar paso a su estado ausente en la moralidad vigente o a un código posterior basado en una entidad sucedánea de la verdad o alguna otra instancia con valor normativo. Sin embargo, no parece posible afirmar que esto haya sucedido, y la verdad continúa siendo un principio con categoría de norma moral en nuestro mundo. La posverdad no consistiría, pues, en un tercer estado que conviva como una categoría pseudo-ontológica más entre la verdad y la mentira, pero quizá sí como un tercer posicionamiento del ánimo, de modo que sería “fundamentalmente una actitud respecto al valor y alcance de la verdad en nuestra vida cotidiana e intelectual” (Nicolás, 2020). Al final, la consecuencia última de la posverdad en nosotros se materializa en una crisis moral de carácter histórico. Y precisamente por ello, la solución recae también en el plano de la decisión individual, no escogiendo la indiferencia o la desafección hacia la verdad, sino su defensa basada en una actitud contraria de búsqueda y ejercicio crítico.
La verdad, su existencia, tiene mucho que ver con el consenso, y su credibilidad es, de algún modo, su única posibilidad. El desprestigio de la verdad es inherente a su tratamiento en los espacios que permiten la comunicación en las sociedades hipermediatizadas, donde la importancia trascendental del marketing, como medio organizador de una parte exponencial de la experiencia colectiva, guarda una relación estrecha con el creciente peso de la verdad relativa en la vida pública. En todo momento, el núcleo del asunto radica en entender cómo influye una visión sobre la verdad, convertida en mirada, en nuestro comportamiento y buena praxis. Por eso, el componente psicológico-conductual del individuo es ineludible para comprender en profundidad el problema de la posverdad, que es también, a su vez, el problema de la verdad como valor universal.
Frente a una visión individualista, que actúa centrada en un interés parcial, la posibilidad de creer en la verdad y cultivarla solo se da en comunidad. La verdad requiere comunicación, comunidad, interconexión, intersubjetividad. ¿De qué se trataría si no? ¿De establecer en su lugar un ‘entendimiento’ que no dependiera de un lugar común al que acudir, de manera que se lograra así, por algún otro medio, cumplir con la función (no encomendada, apolítica) de aglutinar el consenso y la confianza que nos genera lo que sabemos que es así? ¿No implicaría esto afirmar que es posible vivir sin verdad en sociedad o vivir en una sociedad donde la verdad no es comunitaria? Sabemos, los ciudadanos y ciudadanas. ¿O son innecesarias acaso la ciudadanía y la comunidad en la ecuación de cómo existe y se manifiesta para nosotros la verdad? Y llegado este punto: ¿qué utilidad tendría entonces?
Hablamos siempre, pues, del valor del sentido compartido sin imposiciones, donde coincide nuestra voluntad de pacto como seres sociales por naturaleza, que es lo que hace de la verdad una necesidad humana. Por todo ello, no cabe duda de que la verdad no puede depender de un formato u otro, ni su supervivencia como valor estar necesariamente vinculada al poder institucional u otros cuerpos sociales por un principio dogmático de estatus. Al contrario, debe el comportamiento de estas instituciones regirse precisamente por el principio moral que representa la verdad: una verdad no estática, que cambia con la evolución del conocimiento a nuestro alcance en el marco del proyecto histórico que es la Ciencia, siempre guiada por la humildad y la honestidad que requiere el pensamiento crítico.